Kara Passey |
Publican en The Guardian un fragmento de la nueva obra de Laurie Penny, Unspeakable things, sobre trastornos de alimentación. Aquí lo traduzco. Algunas líneas no me convencen, pero en general me ha gustado.
Con 17 años, cuando entro a un hospital para trastornos de la conducta alimentaria, soy algo rarita. Pelo casi rapado, ropa negra, calada de tinte de pelo y de rock riot grrrl, vestida como un chico, obviamente queer. No será hasta más tarde que aprenda que entre un cuarto y la mitad de lxs jóvenes hospitalizadxs por trastornos alimentarios son LGTBQ. Esa es una de las cosas que no te dicen sobre cómo y por qué las chicas jóvenes se hunden.
Las mujeres jóvenes que ya están ahí parecen rotas muñecas disfrazadas, todas extraídas del mismo molde raro y demacrado, apenas capaces de mantenernos rectas, con las mismas marcas de cortes grabadas como códigos de barras en lugares secretos de nuestra piel. Claramente, las otras chicas han estado matándose de hambre hasta el colapso porque, simplemente, quieren parecer más guapas; yo, por mi parte, tengo razones perfectamente racionales e intelectuales para hacer exactamente lo mismo. Nunca seremos amigas. No tenemos nada en común
Este punto de vista me dura 18 horas, hasta el primer momento de alimentación, fijado por la noche, cuando todas nos apiñamos juntas en los baratos sofás de hospital, intentando tragar dos diminutas galletas, sintiendo que nuestra piel hierve. Una mujer, diez años mayor que yo y que tiene su propia historia, se acerca y pone un brazo huesudo sobre mis hombros. "Todo está bien", me dice, "puedes hacerlo".
Me permito ser sostenida de esa forma. Cojo la galleta. Y algo cambia.
Durante las semanas y meses de confinamiento, estas chicas se convertirán en mis mejores amigas. Aprenderé con 17 años lo que a algunas personas le cuesta décadas aceptar: las chicas monas que le hacen el juego al patriarcado y las chicas feas a las que nunca sacan a bailar sufren exactamente lo mismo. Que a todas nos hacen la misma trampa. Que no hay forma de jugar a la-chica-perfecta y ganar.
(...) Ser Esa Chica es más fácil si eres blanca y normativamente guapa. No hay trampa. Ni siquiera tienes que eliminar totalmente las partes de tu personalidad que no encajen, esas partes que son inteligentes y difíciles y fuertes y rabiosas y ambiciosas y masculinas y maduras. Tan solo les bajas el volumen hasta que se convierten en ruido de fondo; lo bajas, lo bajas, hasta que el oído masculino no pueda captar su frecuencia y muy pronto ni siquiera tú puedas escucharlas en tu propia cabeza. Baja el volumen y trágatelas como si fueran comida porque no vas a comer mucho más ya que Esa Chica debe mantenerse delgada y frágil si quiere ser guapa y querida. Y quieres ser guapa y querida.
Los trastornos de la conducta alimentaria son más fáciles de esconder que la mayor parte de las enferemedades mentales, especialmente con una cultura visual donde nos hemos acostumbrado a imágenes de jóvenes extremadamente desnutridas. Aquellos que no implican una gran pérdida de peso, como la bulimia nerviosa o el trastorno por atracón, son todavía más fáciles de mantener en secreto -durante un tiempo. Todos estos desórdenes se cobran un peaje aterrador en el cerebro y en el cuerpo, a corto y a largo plazo, dado que acaban por incurrir en todo tipo de grotescos y peligrosos métodos para controlar su peso: sangrados, abuso de drogas, ejercicio extremo, vómitos hasta que las mejillas se hinchan y los dientes se pudren de tanto expulsar ácido estomacal.
Eso no suena bonito. Es el feo y pequeño secreto que hay detrás de gran parte de nuestra moderna cultura de la belleza, y el mayor secreto es que no es ningún secreto. Nada de esto lo es. Los diagnósticos de trastornos de alimentación, las automutilaciones y otros y más arcanos métodos de autolesión han crecido durante la última década, especialmente entre chicas jóvenes, LGTB+, cualquier persona que esté bajo una presión extra para encajar.
(...)
Las últimas teorías más políticamente correctas sobre trastornos de alimentación las califican como un método que las mujeres jóvenes utilizan para escapar del estrés de la feminidad moderna. La anorexia nerviosa, según sigue esta lógica, suspende el proceso traumático de convertirse en mujer, porque cuando dejas de comer, cuando bajas de 600 a 400 a 200 calorías por día, tu regla se interrumpe, tus tetas y tus caderas y tu carne más flácida desaparecen, y vuelves a un estado artificial y prepubescente, completado por cambios de humor, extrañas obsesiones musicales y el abrumador impulso de robar gomas de pelo del Woolworths. La razón por la que las chicas jóvenes y cada vez más chicos se comportan de esta forma, según esta lógica, es porque están asustadxs y enfadadxs con los roles de género que se les imponen. La noción de que puedan tener un montón de buenas razones para estar asustadxs y enfadadxs, sin embargo, no se le ha pasado por la cabeza a la psiquiatría todavía.
(...) Una cosa es cierta, sin embargo: en Europa y en Estados Unidos, el miedo al cuerpo de las mujeres es el miedo al poder de las mujeres, y ese odio a esos cuerpos es profundamente político.
Esto no es nada, sin embargo, comparado con el completo horror que la sociedad reserva para las mujeres gordas que, además, son pobres. En los países occidentales, donde el acceso a la cantidad de comidad no es tan problemático como el acceso a la calidad, el sobrepreso se relaciona muchas veces con la pobreza y la malnutrición. Este hecho ha consolidado el asco apenas oculto que la sociedad siente por las mujeres de clase trabajadora que ocupan demasiado espacio.
Desde el salón de juntas hasta las calles, la ansiedad de las mujeres para mantener su masa corporal lo más baja posible está basada en un miedo perfectamente legítimo a que serán castigadas si intentan entrar en el espacio patriarcal. No hace falta preguntarse por qué muchas de nosotras estamos matándonos de hambre.
(...)
Las chicas perfectas saben que tienen que mejorar constantemente. Claro, nadie puede ser una chica perfecta.
Alcanzas un punto en que tienes que decidir qué sacrificarás para sobrevivir. Fue ahora hace años, y he vivido lo suficiente como para olvidar cuándo decidí darle una oportunidad a la vida, tan solo como experimento, para ver si podría. Quizá fue cuando arrastraba los pies hasta la pequeña cocina para comer una tostada por primera vez, sin pelearme. Recuerdo el pan crujiente y con mantequilla, y el terror a que si me permitía liberar el hambre nunca dejaría de comer. Comería y comería hasta que tuviera el tamaño de un monstruo y seguiría comiendo hasta que me comiera el mundo entero. El hambre de una chica joven da miedo.
O quizá fue meses después, cuando dejé el hospital por primera vez con un vestido nuevo y maquillaje, para convencer a la enfermera del centro de que estaba finalmente sana, preparada para vivir una vida saludable, pintándome esa expresión que las mujeres aprendemos a poner para convencer al mundo de que somos felices, diciéndole adiós a lxs amigxs que había hecho, desde la ventana de un taxi que me llevaba a quién sabe dónde, tan solo sabía que nunca sería a casa.
Ser una buena chica, una chica perfecta, puede matarte rápido o puede matarte despacio, allanando todo aquello precioso que hay dentro de ti, convirtiendo los mejores sueños de nuestra vida en homogeneidad apagada. Con 17 años decidí agarrarme a otra vida, y daba miedo, y todavía da mucho, mucho miedo, pero también da miedo quedarse en casa con una sonrisa impostada. Veo a mujeres que toman esa decisión cada día, en la adolescencia, a los veinte, a los sesenta, a los setenta, y y en este nuevo y valiente mundo donde el empoderamiento significa zapatos caros y la opción de inclinarse ante un jefe, es la única decisión que realmente importa.
Aquellas que la toman son llamadas zorras, egoístas, frikis, putas, y a veces rebeldes y degeneradas y problemáticas, y a veces nos conoce hasta la policía. Y, a veces, nosotras preferimos llamamos feministas.
0 reacciones
Publicar un comentario