te lo mereces


The Central Florida Commission on Homelessness es responsable de una campaña viral llamada Rethink Homelessness (Repiensa la...)

(paréntesis léxico: ¿cómo traducir homelessness? ¿"situación de las personas sin hogar"? ¿hay sustantivo para eso? "indigencia" suena bastante horrible, ¿no?)

Uno de sus vídeos más populares tiene el objetivo de combatir los estereotipos asociados a las personas sin hogar. Se les entregó a algunas de Orlando un cartón y un rotulador para que escribieran un dato sobre ellas que imaginaban "inesperado". 

Hay muchos mensajes que están relacionados principalmente con temas de salud ("episodios epilépticos desde hace diez años", "me estoy recuperando de una operación a corazón abierto", "tengo la enfermedad de huntington", "tengo cáncer de pulmón en etapa 2"), algunos con los motivos por los que viven en la calle ("lo perdí todo", "escapando de la violencia doméstica"), y el resto son datos relacionados con el nivel de educación o vida laboral ("he construido robots", "soy un genio de los ordenadores", "tuve una beca para jugar al béisbol", "hablo cuatro idiomas", "fui a la escuela de modelos", "estudié biología en la universidad de west virginia", "era patinadora artística", "tengo trabajo", "era entrenadora personal"). 

Entiendo la buena intención de la campaña y el objetivo de desmontar estereotipos fijos, que, seguramente, funcione muy bien. Sin embargo, hay algo que me chirría siempre en este tipo de vídeos. 

Al fin y al cabo, lo que hacen estas campañas, además de simplemente "romper esterotipos", es intentar desdibujar la línea que separa a quien es consideradx humanx y a quien no lo es (en este caso, lxs humanxs son aquellxs que "tienen derecho" a un hogar, aquellxs que por ser humanxs "merecen" un hogar). 

El problema son los criterios que se utilizan para desdibujar esta línea, muchas veces relacionados con la excelencia

(volvemos al supercrip sobre el que escribí una vez, rompe tu estereotipo sobre la diversidad funcional, mira a éste, usa silla de ruedas pero ha subido el himalaya, ¿hola? ¿necesito subir al himalaya, personaquecontodosuderechonohasubidojamásunacolina, para merecer la condición de humanocomousted?)

. En este caso, los datos sobre el nivel de educación o vida laboral vienen a decir: "oye, que yo estudié, oye, que incluso estudié mucho más que tú, oye, que he trabajado, incluso trabajé mucho más que tú". Entonces TÚ, persona que has estudiado (másqueyopreferiblemente) y que has trabajado (másqueyopreferiblemente) pasas a formar parte de lo-humano. 

El problema de intentar entrar en lo-humano sin desmontar previamente qué es lo-humano (en este caso, condición de personas con hogar en un sistema capitalista), es que para entrar en una categoría hegemónica hay que mantener cierta exclusión, porque entonces mira-tú-qué-plan-ni-qué-hegemonía. ¿Qué hacemos con quien no tiene estudios ni vida laboral? Si me repites y me repites que no me merezco vivir en la calle PORQUE tengo estudios y además me lo he currado, entiendo que si no tengo estudios formales y ni siquiera me lo he currado mucho (según lo que entendemos por "currárselo" en en este sistema productivista), quizá es una consecuencia lógica que viva en la calle, incluso podríamos decir que me lo merezco, ¿no?

Algo parecido ocurre con esta otra campaña estadounidense de la que me he acordado, un cortometraje documental sobre adolescentes indocumentados: "Mira qué adolescentes más majxs, les han aceptado en Harvard, o estudian en la universidad, o han sacado diez en todo durante toda su vida, NO SE MERECEN ser expulsadxs de su país". Porque ese chaval que se ha pasado años haciendo pellas se lo merece un poco más, ¿verdad?

Rethink homelessness. Rethink homelessness. Politicize homelessness. Rethink capitalism. 


carne de cañón de carne

Valeria Andrade es una artista ecuatoriana que, en Prácticas suicidas (2006), graba nueve intervenciones urbanas y califica de "suicidio" la exposición del sujeto (principalmente mujeres) a diferentes situaciones de la vida (urbana) cotidiana: "Retomo hábitos corporales urbanos para asaltar el espacio público y penetrar sin aviso sus tramas en forma de metáfora, juego o queja; tomándome, como un suicida, todos los riesgos hasta sus últimas consecuencias" (Manifiesto Suicida).

Una de las nueve intervenciones es Cañón de carne, como denomina al acto de suicidio moral femenino:



Valeria Andrade pasea por Quito y muchos hombres la miran, la acosan. Mientras tanto, el audio es una llamada al Teléfono de la Esperanza: "Una no puede salir a la calle sin que le digan todo el día porquerías. ¿Sabe lo horrible que es eso? Te están viendo asquerosamente, morbosamente, creo que los hombres no se dan cuenta, nunca le creen a una, siempre creen que es una exageración". ¿La respuesta del voluntario del Teléfono de la Esperanza? Cultura de la violación en estado puro. Merece la pena ver el vídeo.


la perfección mata

Kara Passey

Publican en The Guardian un fragmento de la nueva obra de Laurie Penny, Unspeakable things, sobre trastornos de alimentación. Aquí lo traduzco. Algunas líneas no me convencen, pero en general me ha gustado.  

Con 17 años, cuando entro a un hospital para trastornos de la conducta alimentaria, soy algo rarita. Pelo casi rapado, ropa negra, calada de tinte de pelo y de rock riot grrrl, vestida como un chico, obviamente queer. No será hasta más tarde que aprenda que entre un cuarto y la mitad de lxs jóvenes hospitalizadxs por trastornos alimentarios son LGTBQ. Esa es una de las cosas que no te dicen sobre cómo y por qué las chicas jóvenes se hunden.

Las mujeres jóvenes que ya están ahí parecen rotas muñecas disfrazadas, todas extraídas del mismo molde raro y demacrado, apenas capaces de mantenernos rectas, con las mismas marcas de cortes grabadas como códigos de barras en lugares secretos de nuestra piel. Claramente, las otras chicas han estado matándose de hambre hasta el colapso porque, simplemente, quieren parecer más guapas; yo, por mi parte, tengo razones perfectamente racionales e intelectuales para hacer exactamente lo mismo. Nunca seremos amigas. No tenemos nada en común

Este punto de vista me dura 18 horas, hasta el primer momento de alimentación, fijado por la noche, cuando todas nos apiñamos juntas en los baratos sofás de hospital, intentando tragar dos diminutas galletas, sintiendo que nuestra piel hierve. Una mujer, diez años mayor que yo y que tiene su propia historia, se acerca y pone un brazo huesudo sobre mis hombros. "Todo está bien", me dice, "puedes hacerlo".

Me permito ser sostenida de esa forma. Cojo la galleta. Y algo cambia.

Durante las semanas y meses de confinamiento, estas chicas se convertirán en mis mejores amigas. Aprenderé con 17 años lo que a algunas personas le cuesta décadas aceptar: las chicas monas que le hacen el juego al patriarcado y las chicas feas a las que nunca sacan a bailar sufren exactamente lo mismo. Que a todas nos hacen la misma trampa. Que no hay forma de jugar a la-chica-perfecta y ganar.

(...)  Ser Esa Chica es más fácil si eres blanca y normativamente guapa. No hay trampa. Ni siquiera tienes que eliminar totalmente las partes de tu personalidad que no encajen, esas partes que son inteligentes y difíciles y fuertes y rabiosas y ambiciosas y masculinas y maduras. Tan solo les bajas el volumen hasta que se convierten en ruido de fondo; lo bajas, lo bajas, hasta que el oído masculino no pueda captar su frecuencia y muy pronto ni siquiera tú puedas escucharlas en tu propia cabeza. Baja el volumen y trágatelas como si fueran comida porque no vas a comer mucho más ya que Esa Chica debe mantenerse delgada y frágil si quiere ser guapa y querida. Y quieres ser guapa y querida.

Los trastornos de la conducta alimentaria son más fáciles de esconder que la mayor parte de las enferemedades mentales, especialmente con una cultura visual donde nos hemos acostumbrado a imágenes de jóvenes extremadamente desnutridas. Aquellos que no implican una gran pérdida de peso, como la bulimia nerviosa o el trastorno por atracón, son todavía más fáciles de mantener en secreto -durante un tiempo. Todos estos desórdenes se cobran un peaje aterrador en el cerebro y en el cuerpo, a corto y a largo plazo, dado que acaban por incurrir en todo tipo de grotescos y peligrosos métodos  para controlar su peso: sangrados, abuso de drogas, ejercicio extremo, vómitos hasta que las mejillas se hinchan y los dientes se pudren de tanto expulsar ácido estomacal.

Eso no suena bonito. Es el feo y pequeño secreto que hay detrás de gran parte de nuestra moderna cultura de la belleza, y el mayor secreto es que no es ningún secreto. Nada de esto lo es. Los diagnósticos de trastornos de alimentación, las automutilaciones y otros y más arcanos métodos de autolesión han crecido durante la última década, especialmente entre chicas jóvenes, LGTB+, cualquier persona que esté bajo una presión extra para encajar.

(...)

Las últimas teorías más políticamente correctas sobre trastornos de alimentación las califican como un método que las mujeres jóvenes utilizan para escapar del estrés de la feminidad moderna. La anorexia nerviosa, según sigue esta lógica, suspende el proceso traumático de convertirse en mujer, porque cuando dejas de comer, cuando bajas de 600 a 400 a 200 calorías por día, tu regla se interrumpe, tus tetas y tus caderas y tu carne más flácida desaparecen, y vuelves a un estado artificial y prepubescente, completado por cambios de humor, extrañas obsesiones musicales y el abrumador impulso de robar gomas de pelo del Woolworths. La razón por la que las chicas jóvenes y cada vez más chicos se comportan de esta forma, según esta lógica, es porque están asustadxs y enfadadxs con los roles de género que se les imponen. La noción de que puedan tener un montón de buenas razones para estar asustadxs y enfadadxs, sin embargo, no se le ha pasado por la cabeza a la psiquiatría todavía.

(...) Una cosa es cierta, sin embargo: en Europa y en Estados Unidos, el miedo al cuerpo de las mujeres es el miedo al poder de las mujeres, y ese odio a esos cuerpos es profundamente político.

Esto no es nada, sin embargo, comparado con el completo horror que la sociedad reserva para las mujeres gordas que, además, son pobres. En los países occidentales, donde el acceso a la cantidad de comidad no es tan problemático como el acceso a la calidad, el sobrepreso se relaciona muchas veces con la pobreza y la malnutrición. Este hecho ha consolidado el asco apenas oculto que la sociedad siente por las mujeres de clase trabajadora que ocupan demasiado espacio.

Desde el salón de juntas hasta las calles, la ansiedad de las mujeres para mantener su masa corporal lo más baja posible está basada en un miedo perfectamente legítimo a que serán castigadas si intentan entrar en el espacio patriarcal. No hace falta preguntarse por qué muchas de nosotras estamos matándonos de hambre.

(...)

Las chicas perfectas saben que tienen que mejorar constantemente. Claro, nadie puede ser una chica perfecta.

Alcanzas un punto en que tienes que decidir qué sacrificarás para sobrevivir. Fue ahora hace años, y he vivido lo suficiente como para olvidar cuándo decidí darle una oportunidad a la vida, tan solo como experimento, para ver si podría. Quizá fue cuando arrastraba los pies hasta la pequeña cocina para comer una tostada por primera vez, sin pelearme. Recuerdo el pan crujiente y con mantequilla, y el terror a que si me permitía liberar el hambre nunca dejaría de comer. Comería y comería hasta que tuviera el tamaño de un monstruo y seguiría comiendo hasta que me comiera el mundo entero. El hambre de una chica joven da miedo.

O quizá fue meses después, cuando dejé el hospital por primera vez con un vestido nuevo y maquillaje, para convencer a la enfermera del centro de que estaba finalmente sana, preparada para vivir una vida saludable, pintándome esa expresión que las mujeres aprendemos a poner para convencer al mundo de que somos felices, diciéndole adiós a lxs amigxs que había hecho, desde la ventana de un taxi que me llevaba a quién sabe dónde, tan solo sabía que nunca sería a casa.

Ser una buena chica, una chica perfecta, puede matarte rápido o puede matarte despacio, allanando todo aquello precioso que hay dentro de ti, convirtiendo los mejores sueños de nuestra vida en homogeneidad apagada. Con 17 años decidí agarrarme a otra vida, y daba miedo, y todavía da mucho, mucho miedo, pero también da miedo quedarse en casa con una sonrisa impostada. Veo a mujeres que toman esa decisión cada día, en la adolescencia, a los veinte, a los sesenta, a los setenta, y y en este nuevo y valiente mundo donde el empoderamiento significa zapatos caros y la opción de inclinarse ante un jefe, es la única decisión que realmente importa.

Aquellas que la toman son llamadas zorras, egoístas, frikis, putas, y a veces rebeldes y degeneradas y problemáticas, y a veces nos conoce hasta la policía. Y, a veces, nosotras preferimos llamamos feministas.