El Teatro del Azoro de El Salvador está en Madrid (y en otros rincones de la península) presentando estos días la obra Los más solos, basada en este artículo de Carlos Martínez sobre el pabellón psiquiátrico de la cárcel de Soyapango. Los más solos, los olvidados.
En cursiva escribo fragmentos de El poder psiquiátrico (Michel Foucault, 1973-1974, edición Akal de 2005). Escribo entre corchetes escenas de la representación teatral. El resto son fragmentos de mi diario de enero de 2008 (obviamente todos los nombres y datos personales están modificados).
[No hay puertas ni celdas individuales. Todos en sus catres unos junto a los otros. Víctor
Álvarez perdió su pierna tras romperse una uña del dedo del pie jugando
al fútbol. Se le infectó por estar su cama muy cerca de los baños. Nadie
podía dormir porque gritaba y lloraba de dolor por las noches. Le
amputaron la pierna cuando ya era demasiado tarde para curarle la
herida. Murió el año pasado por un choque séptico. Los ruidos y los
pasos y los tocotoqueos compulsivos de lxs presxs].
Gritos en el pasillo. Oscuridad. Voces y ruido de pies que corren de un lado a otro. Me cuesta respirar. Imagino que Josefina ha tenido una crisis. La imagino convulsionando en su cuarto. Y las correas de cuero. Todavía existen correas de cuero. Qué hago yo aquí. El mundo entero cabe en un pasillo de cuarenta metros cuadrados. Toda la vida cabe en una planta de hospital. Un salón comedor. Dormitorios. El miedo mata.
Durante todo el transcurso de la terapéutica, es decir, de la operación médica que debe conducir a la curación, cualquier contacto con la familia es pertubador y peligroso; en la medida de lo posible, es preciso evitarlo. Se trata, como ven, del principio de aislamiento o, mejor (...) parece indicar que el enfermo debe estar solo (...), el principio del mundo ajeno. (p. 104).
No me dijeron que mi madre no se podía quedar. No me dijeron que nadie se podría quedar. No me dijeron que tendría que estar sola. La puerta se cierra y no se puede volver a abrir. No he visto nunca nada tan cerrado. No lo puedes explicar con palabras. Tan sola.
[Víctor Álvarez mató a su madre. Víctor Álvarez intenta hablar con su mamá. Mamá, mamá, mamá, mamá, mamá, mamá, mamá. Lo susurra, lo grita lo grita lo grita. En su catre con su pierna gangrenada. Mamá no responde. Está solo. Tan solo].
Contra la omnipotencia del delirio, la realidad del médico, con la omnipotencia que le da, precisamente, el desequilibrio estatuario del asilo (p. 152). Ante todo, la primera realidad con que el enfermo debe toparse, y que es en cierta manera aquella a través de la cual los otros elementos de la realidad van a estar obligados a pasar, es el cuerpo del psiquiatra (p. 184)
-Pero es sólo una crisis, no sé si es necesario el ingreso-, dice mi madre-. Incluso a lo mejor está peor aquí, tan triste. La psiquiatra de urgencias nos mira. No tengo miedo. Al menos, no tengo tanto miedo como antes.
-Pero se curará, ¿no? Llevamos muchos años que sí que no.
La psiquiatra vuelve a mirarnos. Suspira.
-Llevo trabajando desde esta mañana y son las once de la noche. No tengo tiempo para filosofar. Si lo desea, puede firmar aquí.
No solo se trata de demostrar que todo criminal es un posible loco como de demostrar que todo loco es un posible criminal (p. 257). Dame tu síntoma y te sacaré la culpa (p. 272).
[Víctor, Cerebro, Choreja y Levy pertenecen a una generación que sufrió durante su infancia o juventud la guerra civil salvadoreña. Ahora los cuatro están junto con otros hombres y mujeres diagnosticados con enfermedades mentales en el pabellón psiquiátrico de la cárcel. Las visitas están permitidas todos los días a la hora del almuerzo, pero nadie viene a verlos].
Corre desnuda. A veces roba el lápiz de ojos y se pinta la cara de negro. Cuando entra así al salón, los chicos ríen. Está atada en la cama de su dormitorio. Josefina lleva toda su vida siendo atada en cama de hospitales. El miedo mata. Pero es peor cuando no lo hace. Debajo del radiador vive un cocodrilo. La nueva reza al cocodrilo. La nueva se llama Isabel algunos días. Otros días es Ana. Otros no se llama. Puedes volverte loco de pensarlo. Y luego es demasiado tarde. Marisa no se quiso volver loca de pensarlo. Y empezó a cortarse para no pensar. Cuando su madre entró y vio la sangre, llamó a una ambulancia. Porque ya era tarde. Marisa ya estaba loca. Estudia Filología Inglesa en la Universidad Complutense. Tiene veintidós años. Azahara es rubia, aunque tiene nombre de morena. Azahara cuenta muchas cosas. La violó su padre. O está casada. O no tiene hijos. O tiene dos. O fue abandonada. Azahara es frágil. Cuando anda, se va rompiendo a cada paso. Y a veces grita y llora e insulta. Marco no puede salir de casa. Para sacar la basura, toma diez valerianas, cinco lexatines, tres tranxilium y se pone dos orfidales debajo de la lengua. Ahora está aquí. Su mundo en la planta de hospital que menos pastillas tiene del mundo. Marco está sentado en un sofá. No habla. No se mueve. Cree que no podrá. El miedo mata. Y él está a punto de morir.
Es muy bueno ver la locura de los otros, siempre que cada enfermo pueda percibir a esos otros locos que están a su lado como los percibe el médico. (...) el paciente en cuestión, al percibir de manera triangular la locura de los demás, terminará por comprender qué es estar loco. (p. 110-111)
[Los presos/pacientes caminan despacio, a la par, un pasito detrás del anterior, con sus muecas, sus movimientos, sus gestos no normativos. Están locos, piensa el público. Están locos, son tontitos, son retrasados].
Mi madre se asusta la primera vez que me ve. Camino junto con el resto de pacientes/¿presos? Despacio, a la par, un pasito detrás del anterior, todxs con sus muecas, sus movimientos, sus gestos no normativos. Una enfermera nos vigila en la cabeza de la fila: "Uno detrás de otro, no adelantéis esta línea que trazo con mis brazos". No es como ellos, piensa mi madre. Ellos están locos, son tontitos, son retrasados. No soy como ellos, pienso al principio, están locos, son tontitos, son retrasados. Soy como ellos, pienso tras más paseos, pasito a pasito, sin adelantar a la moni, estoy loca, soy tontita, soy retrasada.
¿Qué factores curan en el hospital? (...) En esencia, es una cosa: lo que cura en el hospital es el hospital mismo. (p 108) La gran carencia organizada por la disciplina asilar es tal vez la mera falta de libertad (...) genera al enfermo una nueva necesidad antes desconocida, la necesidad de libertad (...). Va a esbozarse la realidad de un mundo externo que la omnipotencia de la locura tendría a negar, un mundo externo que, más allá de los muros, va a imponerse cada vez más como realidad inaccesible, es cierto, pero solo inaccesible durante el tiempo de la locura (p. 160)
Ayer fue el cumpleaños de Marisa. Pienso en comprarle ese libro del que habló. Pienso en acercarme y dejarlo en la recepción, y que se lo den en hora de visita. Y unas chucherías, que le encantan, aunque no se pueda traer comida. Pero no quiero volver a acercarme. No quiero volver a respirar ese aire. No quiero volver a pisar ese suelo. Estoy salvada. ¿Salvada? Ya no queda nada. Miro dentro de mí. Miedo. Sólo miedo. Haré lo que sea por no volver a entrar viva a ese sitio. Hasta curarme. El hospital
me ha curado.
No se puede salir del asilo, no porque la salida esté lejos, sino porque la entrada está demasiado cerca (p. 267)