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En Líbano, un grupo de activistas feministas han lanzado una Web desde la que denunciar el acoso en las calles. En Egipto, seis personas han lanzado el HarassMap, un mapa en el que se marcan los lugares en los que se sufre acoso sexual, en forma de silbidos, toqueteos, miradas lascivas (no sé de qué otra manera traducir ougling), comentarios, llamadas, exhibicionismo, expresiones faciales... incluso agresiones y violaciones.
Fue precisamente en Egipto donde corrió como la pólvora un e-mail con la imagen de la cabecera: No puedes pararles. Pero puedes protegerte. Tu creador tiene tu propio interés en el corazón. Bajando en el mapa llegamos al famoso 'condón femenino dentado' de Sudáfrica, un artilugio que se coloca la mujer como un tampón y que, si es penetrada, se adhiere dolorosamente al pene del hombre.
Estas dos últimas noticias me recuerdan a la declaración de ese policía canadiense cuando hablaba de seguridad personal en la Universidad de York (Se supone que no debo decir esto; pero bueno, las mujeres deberían evitar vestir como putas si no quieren ser víctimas) y que motivó las marchas de las putas.
Parece que este tipo de mandatos (ponte el velo si no quieres que te acosen, ponte dientes en la vagina para evitar que te violen, no te vistas como una puta si no quieres que te agredan...) son escandalosos. Sin embargo, ¿es muy diferente a lo que vivimos y a lo que parecemos estar acostumbradxs? El miedo a la violación te lo inculcan y lo inculcas desde muy pequeña: tus padres, tus amigas, los medios de comunicación... Está implícito en tu (re)producción como mujer.
Un miedo que te obliga a elegir las calles por las que transitas por las noches, un miedo que te obliga a elegir la ropa que te pones cuando vas a determinados sitios, un miedo que te obliga a bajar la cabeza cuando te cruzas con hombres a altas horas. Este miedo no sólo genera inseguridad y angustia, sino también responsabilidad entre las mujeres: si te acosan o si te agreden es porque no te pusiste el velo, es porque no te pusiste la vagina dentata sudafricana, es porque ibas con una falda muy corta...
No recuerdo bien las palabras (tengo el libro en casa y, nuevamente, escribo desde el trabajo) pero Virgine Despentes desdramatiza en Teoría King Kong la violación. Cuando leí ese capítulo, me pareció lo más fuerte que jamás hubiera tenido entre mis manos desde que me adentraba en el mundo de la teoría feminista. Reitero que hablo de memoria, por lo que es más cómo digerí yo sus palabras que las palabras de la propia Despentes: Hay que asumir el riesgo a la violación. Está ahí, pueden violarte, pero puedes sobrevivir a ello.
En realidad entiendo que se tomen medidas para empoderarse ante ese miedo: clases de defensa personal, por ejemplo; estar concienciadxs de las relaciones de poder que dominan la sociedad en la que vivimos... Lo que más me revienta es que no se trate de meter a los hombres de una forma activa en este juego, que no se les haga conscientes de que ellos, todos, también tienen su parte de trabajo: desde controlar sus deseos de piropear a una chica por la calle hasta tratar de hacerse visibles e inofensivos cuando comparten una calle vacía con una desconocida por la noche.
En otro orden de cosas, entender que comentarios, gestos... en la calle también son acoso y también son agresión da para otra entrada.
Acoso callejero
En Líbano, un grupo de activistas feministas han lanzado una Web desde la que denunciar el acoso en las calles. En Egipto, seis personas han lanzado el HarassMap, un mapa en el que se marcan los lugares en los que se sufre acoso sexual, en forma de silbidos, toqueteos, miradas lascivas (no sé de qué otra manera traducir ougling), comentarios, llamadas, exhibicionismo, expresiones faciales... incluso agresiones y violaciones.
Fue precisamente en Egipto donde corrió como la pólvora un e-mail con la imagen de la cabecera: No puedes pararles. Pero puedes protegerte. Tu creador tiene tu propio interés en el corazón. Bajando en el mapa llegamos al famoso 'condón femenino dentado' de Sudáfrica, un artilugio que se coloca la mujer como un tampón y que, si es penetrada, se adhiere dolorosamente al pene del hombre.
Estas dos últimas noticias me recuerdan a la declaración de ese policía canadiense cuando hablaba de seguridad personal en la Universidad de York (Se supone que no debo decir esto; pero bueno, las mujeres deberían evitar vestir como putas si no quieren ser víctimas) y que motivó las marchas de las putas.
Parece que este tipo de mandatos (ponte el velo si no quieres que te acosen, ponte dientes en la vagina para evitar que te violen, no te vistas como una puta si no quieres que te agredan...) son escandalosos. Sin embargo, ¿es muy diferente a lo que vivimos y a lo que parecemos estar acostumbradxs? El miedo a la violación te lo inculcan y lo inculcas desde muy pequeña: tus padres, tus amigas, los medios de comunicación... Está implícito en tu (re)producción como mujer.
Un miedo que te obliga a elegir las calles por las que transitas por las noches, un miedo que te obliga a elegir la ropa que te pones cuando vas a determinados sitios, un miedo que te obliga a bajar la cabeza cuando te cruzas con hombres a altas horas. Este miedo no sólo genera inseguridad y angustia, sino también responsabilidad entre las mujeres: si te acosan o si te agreden es porque no te pusiste el velo, es porque no te pusiste la vagina dentata sudafricana, es porque ibas con una falda muy corta...
No recuerdo bien las palabras (tengo el libro en casa y, nuevamente, escribo desde el trabajo) pero Virgine Despentes desdramatiza en Teoría King Kong la violación. Cuando leí ese capítulo, me pareció lo más fuerte que jamás hubiera tenido entre mis manos desde que me adentraba en el mundo de la teoría feminista. Reitero que hablo de memoria, por lo que es más cómo digerí yo sus palabras que las palabras de la propia Despentes: Hay que asumir el riesgo a la violación. Está ahí, pueden violarte, pero puedes sobrevivir a ello.
En realidad entiendo que se tomen medidas para empoderarse ante ese miedo: clases de defensa personal, por ejemplo; estar concienciadxs de las relaciones de poder que dominan la sociedad en la que vivimos... Lo que más me revienta es que no se trate de meter a los hombres de una forma activa en este juego, que no se les haga conscientes de que ellos, todos, también tienen su parte de trabajo: desde controlar sus deseos de piropear a una chica por la calle hasta tratar de hacerse visibles e inofensivos cuando comparten una calle vacía con una desconocida por la noche.
En otro orden de cosas, entender que comentarios, gestos... en la calle también son acoso y también son agresión da para otra entrada.
June Fernández,
Personal,
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sexo
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Hablar de sexo
Esta tarde (el trabajo es lo que tiene) he descubierto un blog estupendo: Mari Kazetari (significa algo así como Doña Periodista en euskera), de June Fernández, una de las coordinadoras de Pikara Magazine. Navegando un poco he dado con la entrada Morbosas: "En resumen, que estoy hasta el coño de que cuando hablo de sexo los hombres me transmitan lascivia".
Me acuerdo entonces de todas esas veces en las que, por hablar de sexo, me hacen sentirme una puta, con toda la carga negativa que para el interlocutor tiene ese término. Además, se le suma el reproche de ser una exhibicionista y la impresión de ser una gran experimentada. Me gusta hablar de sexo porque me gusta el sexo, no porque sea una gran experimentada ni porque sea una persona especialmente sexual. Me gusta hablar de sexo porque reivindico la necesidad de que las mujeres puedan hablen de sexo.
Recuerdo especialmente una noche en Londres. Vivía con un inglés y con un francés de unos veintiún años. Estábamos en el salón cenando con unas amigas francesas de la isla de la Reunión. No recuerdo qué chico hizo un comentario en torno a la pornografía cuando una de ellas se escandalizó, comentando que las mujeres no necesitábamos ni usábamos eso. Salté afirmando que claro que muchas mujeres consumíamos pornografía (consumir, qué verbo más curioso). El debate, entonces, no giró en torno al porno sino en torno a la masturbación y a las necesidades sexuales de hombres y mujeres.
Ninguno de los cinco presentes habían oído nunca decir a una mujer que se masturbaba y mucho menos que veía porno. Intentaban justificarlo: "Bueno, sí, algunas mujeres puede, con películas con más sentimiento y amor". Yo no daba crédito y solté una perorata sobre construcción cultural de las expectativas y prácticas sexuales, pero como toda respuesta no recibía más que caras de asombro y desprecio. No puedo imaginarme por dónde habría discurrido el debate si se hubiera dado ahora, que han cambiado en mí tantas cosas...
Pero lo peor no es la sorpresa que me llevé, sino la sensación de suciedad con la que lograron impregnarme. A estas alturas.
Me acuerdo entonces de todas esas veces en las que, por hablar de sexo, me hacen sentirme una puta, con toda la carga negativa que para el interlocutor tiene ese término. Además, se le suma el reproche de ser una exhibicionista y la impresión de ser una gran experimentada. Me gusta hablar de sexo porque me gusta el sexo, no porque sea una gran experimentada ni porque sea una persona especialmente sexual. Me gusta hablar de sexo porque reivindico la necesidad de que las mujeres puedan hablen de sexo.
Recuerdo especialmente una noche en Londres. Vivía con un inglés y con un francés de unos veintiún años. Estábamos en el salón cenando con unas amigas francesas de la isla de la Reunión. No recuerdo qué chico hizo un comentario en torno a la pornografía cuando una de ellas se escandalizó, comentando que las mujeres no necesitábamos ni usábamos eso. Salté afirmando que claro que muchas mujeres consumíamos pornografía (consumir, qué verbo más curioso). El debate, entonces, no giró en torno al porno sino en torno a la masturbación y a las necesidades sexuales de hombres y mujeres.
Ninguno de los cinco presentes habían oído nunca decir a una mujer que se masturbaba y mucho menos que veía porno. Intentaban justificarlo: "Bueno, sí, algunas mujeres puede, con películas con más sentimiento y amor". Yo no daba crédito y solté una perorata sobre construcción cultural de las expectativas y prácticas sexuales, pero como toda respuesta no recibía más que caras de asombro y desprecio. No puedo imaginarme por dónde habría discurrido el debate si se hubiera dado ahora, que han cambiado en mí tantas cosas...
Pero lo peor no es la sorpresa que me llevé, sino la sensación de suciedad con la que lograron impregnarme. A estas alturas.
armario,
Citas,
Paco Vidarte
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*yo sustituiría heterosexual por "casi todos los heterosexuales y muchos LGTB+", todxs aquéllxs que te responden así: "anda, jamás lo habría imaginado".
Armario
Lo más curioso de una salida del armario es lo no dicho, las implicaciones y connotaciones que circulan en esas absurdas conversaciones entre heterosexual* y lesbiana o gay cuando uno de estos últimos se declara abiertamente tal. “Nunca hubiera creído que eras marica. Jamás lo hubiera dicho. Es que no se te nota nada”. Una buena respuesta tal vez podría ser: “Eso es porque tus prejuicios sobre los maricas te hacen buscar una realidad que no existe y, por supuesto, que, si no te lo digo, nunca te habrías dado cuenta porque tu búsqueda se centra exclusivamente en muñecas dislocadas, voces agudas, rostros maquillados y demacrados, y toda otra serie de prejuicios adquiridos culturalmente que denostan a los homosexuales y que, coincidiendo aquí y allá con la realidad, no se pueden generalizar en un estereotipo. Y tú los compartes uno por uno. El marica soy yo, no lo que tú piensas, ni siquiera lo que tú piensas que soy, ni siquiera, dada tu sorpresa, creo que te vayas a enterar de nada hasta dentro de mucho tiempo. Ahora seguirás buscando una esencia oculta, me someterás a vigilancia y comenzarás a hacer un catálogo de señas de identidad maricas nuevas o las viejas que ya tenías, para poder catalogarme y no llevarte más sorpresas con nadie. Y te estrellarás de nuevo. [...]”. Esta desmentida inicial que suelen verbalizar los heterosexuales* cuando se sale del armario en su cara: “Nunca hubiera dicho que eres homosexual” no responde sino al cariño que en el fondo nos tienen. Traducida sería así: “Nunca hubiera dicho que eras uno de esos depravados grotescos, degenerados, afeminados y pintados de voz chillona en los que estoy pensando [Que nada tienen de malo ni de criticable, por otra parte. Pero aprender esta enseñanza le cuesta al heterosexual* algo más de tiempo]. Jamás hubiera pensado que estabas tan cerca de la prostitución, la droga y la delincuencia. Para nada te correspondes con mis prejuicios. Te quiero tanto que cómo iba yo a pensar tan mal de ti”.
Paco Vidarte, en Homografías
*yo sustituiría heterosexual por "casi todos los heterosexuales y muchos LGTB+", todxs aquéllxs que te responden así: "anda, jamás lo habría imaginado".
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Pensé que sería más sencillo escribir sobre lo que ha pasado las últimas semanas. Pero no hago más que mirar la pantalla y no sé por dónde empezar.
Podría retroceder tres meses. Cuando llegué llorando a casa un miércoles porque un garrulo había arrancado la gran pancarta de Sol sobre la revolución feminista ante los aplausos de la muchedumbre, justo después de colgarse. Supongo que fueron esos quince minutos los que han hecho que no pueda escribir sobre el 15-M desde entonces, aunque en ningún momento haya dejado de ir.
O podría ir más atrás, cuando tenía quince años y todxs cantaban en las verbenas de Pozuelo esa de Eskorbuto. Y yo pensaba que necesitábamos a la policía. Así que no cantaba porque era la policía la que nos protegía de los neonazis que venían más tarde a tirarnos botellas rotas.
Podría volver. A esas primeras semanas de mayo en las que no seguía eso de "PP, PSOE, la misma mierda es", porque sí, mierda eran, pero la misma, la misma... tampoco.
Y no puedo explicar por qué un garrulo golpeándose el pecho mientras arrancaba una pancarta entre vítores hizo que volviera llorando a casa. Cuando se supone que estoy acostumbrada a esxs garrulxs. Y no puedo explicar por qué me temblaban las manos cuando me acosté el 4 de agosto después de correr descalza los cien metros lisos por la Castellana y ver después las noticias en el canal 24 horas. Cuando se supone que ya sabía que los medios de comunicación mienten y cuando se supone que ya sabía que los antidisturbios pegan aunque no hagas nada y cuando se supone que ya sabía que los calabozos del Estado español están llenos de mierda y cuando se supone que ya sabía que aquí también existe la tortura.
Y está pasando todo esto y de repente la ciudad se llena de gente que me insulta. Gente cuyo mensaje es el heterosexismo, el patriarcado y la jerarquía aborregante. Gente que se ríe cuando voy de la mano con mi novia. Que no es novedad, siempre hay gente que se ríe, gente cuyo mensaje es el heterosexismo, el patriarcado y la jerarquía aborregante. Y tampoco es novedad que les paguemos para que lo hagan. Pero necesito gritar y de repente me exigen motivos. Como si no fueran evidentes. Y necesito gritar y parece que el discurso del odio y el discurso que no tolera al odio son igual de válidos.
Me siento estafada, engañada, avergonzada. Me consumo de furia y de rabia por dentro.
Imagen: La fotografía es de la recomendable galería de olmovich en Flickr.
Reflexión
Pensé que sería más sencillo escribir sobre lo que ha pasado las últimas semanas. Pero no hago más que mirar la pantalla y no sé por dónde empezar.
Podría retroceder tres meses. Cuando llegué llorando a casa un miércoles porque un garrulo había arrancado la gran pancarta de Sol sobre la revolución feminista ante los aplausos de la muchedumbre, justo después de colgarse. Supongo que fueron esos quince minutos los que han hecho que no pueda escribir sobre el 15-M desde entonces, aunque en ningún momento haya dejado de ir.
O podría ir más atrás, cuando tenía quince años y todxs cantaban en las verbenas de Pozuelo esa de Eskorbuto. Y yo pensaba que necesitábamos a la policía. Así que no cantaba porque era la policía la que nos protegía de los neonazis que venían más tarde a tirarnos botellas rotas.
Podría volver. A esas primeras semanas de mayo en las que no seguía eso de "PP, PSOE, la misma mierda es", porque sí, mierda eran, pero la misma, la misma... tampoco.
Y no puedo explicar por qué un garrulo golpeándose el pecho mientras arrancaba una pancarta entre vítores hizo que volviera llorando a casa. Cuando se supone que estoy acostumbrada a esxs garrulxs. Y no puedo explicar por qué me temblaban las manos cuando me acosté el 4 de agosto después de correr descalza los cien metros lisos por la Castellana y ver después las noticias en el canal 24 horas. Cuando se supone que ya sabía que los medios de comunicación mienten y cuando se supone que ya sabía que los antidisturbios pegan aunque no hagas nada y cuando se supone que ya sabía que los calabozos del Estado español están llenos de mierda y cuando se supone que ya sabía que aquí también existe la tortura.
Y está pasando todo esto y de repente la ciudad se llena de gente que me insulta. Gente cuyo mensaje es el heterosexismo, el patriarcado y la jerarquía aborregante. Gente que se ríe cuando voy de la mano con mi novia. Que no es novedad, siempre hay gente que se ríe, gente cuyo mensaje es el heterosexismo, el patriarcado y la jerarquía aborregante. Y tampoco es novedad que les paguemos para que lo hagan. Pero necesito gritar y de repente me exigen motivos. Como si no fueran evidentes. Y necesito gritar y parece que el discurso del odio y el discurso que no tolera al odio son igual de válidos.
Me siento estafada, engañada, avergonzada. Me consumo de furia y de rabia por dentro.
Imagen: La fotografía es de la recomendable galería de olmovich en Flickr.
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