Desde entonces han cambiado un poco las cosas. Ahora sonrío por dentro cuando cometo esos errores gramaticales (¿errores?) y no puedo evitar sentir una predilección secreta por lxs amigxs que, sin ningún tipo de intencionalismo político-sexual, hablan utilizando indistintamente el masculino y el femenino, sin llegar a darse cuenta.
Leyendo el espléndido Devenir Perra, de Itziar Ziga, que me regalaron unas amigas por mi cumpleaños, rescato este párrafo (y no es el primero que citaré, me temo):
Abogo desde aquí por la discordancia de género como mecanismo de sabotaje
sexual y lingüístico. Nunca me ha salido del coño generalizar en masculino, pero
tampoco quiero entorpecer mi narración con tediosas as/os o arrobas o
estrellitas. La segregación biológio-social de género es para mí cada vez más
turbia. Ya no sé lo que es una mujer, ni me interesa. A mi abuela Susana
Goikoetxea, que tiene ahora noventa y ocho años, lo primero que le patinó cuando
empezó a perder las conexiones con su entorno fue el concepto establecido de
género. Nos hablaba a nosotras en masculino y lo mezclaba todo. Aupa, amona, por fin te has librado del lenguaje simbólico que te destinó a ti y a todas
las mujeres a servir en la casta inferior.
Pues lo dicho, seguiré la rebeldía senil de mi amona Susana y no
suscribiré la lógica semántico-sexual que nos ha puteado a ella, a mí, a ellos,
a todas.
De momento, en lenguaje escrito seguiré abogando por las equis (me parece que no entorpecen la narración como el os/as, las arrobas o los asteriscos; me parecen estéticamente atractivas, para qué nos vamos a engañar; e incluyen, además del masculino y el femenino, a todos los géneros que te puedas imaginar). Para el lenguaje oral, sin embargo, voy a empezar a introducirme en el maravilloso mundo de la incoherencia (¿incoherencia?) semántico-sexual.
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